30 noviembre, 2015

Tú nunca morirás


*Foto de Jose Trías

Los hombres de mi familia materna tienen el pelo aterciopelado y de un blanco frío, como nieve en la que dan ganas de perder la mano. Mis siete tíos: los observé mientras subían la cuesta que va desde el tanatorio a la iglesia del pueblo. En la familia de mi padre, el pelo es recio y color pizarra. Recuerdo que a él no se le llegaron a distinguir canas en su alborotada cabeza hasta bien pasados los cincuenta.

“Hoy hace tres años”, dice mi madre, y me ha picado la nariz, como siempre que me entran ganas de llorar. Mis primos portaron el ataúd hasta la iglesia. Después de la misa, fuimos andando detrás del coche fúnebre al cementerio. Hacía frío y lloviznaba. Había empezado a sentirse del todo noviembre. Metieron la caja en el hueco y el hombre de la empresa funeraria empezó a hacer la mezcla para cubrirlo. A su alrededor, una masa de gente vestida de negro lo observaba con cautela. Al mirarlo, el llanto quedaba hipnotizado, y yo solo podía concentrarme en su forma de soltar y extender el pegote de cemento sobre la tapia improvisada de ladrillos. Dejamos a mi tía detrás de aquella tapia y salimos del cementerio con los paraguas abiertos. El año pasado, cuando volvimos a visitarla, lucía un precioso ramo de flores color salmón, y su nombre brillaba en dorado.
Cuando era pequeña, me encantaba ir al cementerio de mi pueblo y corretear entre las calles llenas de tumbas y nichos. No me gustaban las lápidas con fotos, prefería no retener caras. Podía pasar horas leyendo nombres y fechas, ajustando edades y parentescos. Era como estar en mitad de un bosque. Me paseaba entre la muerte sin sentirla. Ahora hay demasiada gente allí.
Uñas, hueso y pelo: eso quedará de nosotros. ¿Qué será de mis rizos al morir? Y cuántos niños jugarán, sin saberlo, tan cerca de mi cabello inerte. De qué color será.



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