Anoche apagué la lámpara de la mesita de
mi habitación a la una y cuatro. Me acordé -surgió de la nada la última ráfaga de
luz del día- de aquella chica de la residencia en la que viví el primer año que
estuve en Sevilla. Estudiaba Bellas Artes. Recuerdo su nombre, y recuerdo también su primer apellido:
cuando un nombre es común, hay que vestirlo. No era nada guapa, ni tampoco
especialmente simpática, pero sí parecía ser muy buena persona. Un día, en el
comedor, ya después de habernos tomado el postre de la cena, nos contó sobre su
enfermedad. Tenía quistes malignos en la espalda. No era la primera vez: los extirpaban y volvían
a aparecer. "No llegaré a los 30", dijo, pero muy serena. Diez años
después, ayer, sin venir a cuento, pensé: ¿habrá muerto? Y no pude evitar sentirme viva, y en consecuencia, también bastante idiota.
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