17 marzo, 2014

Cal





Las paredes nos hacían el amor sin llegar nunca al orgasmo. Cuando estábamos a punto –del clímax, del derrumbe- la voz de las paredes nos decía: resistid. Y aguantábamos, porque ya no sabíamos de otra cosa que no fuera esa desazón; porque lo susurraban como terciopelo y no sentíamos que esa era la textura del daño. Era la misma voz que nos guiaba la vista a través de las ventanas que no eran nuestras al pasear, y nos invitaba a entrar en todas las casas ajenas. Aquí las casas están abiertas, respiran. Pasad. Va, pasad y tomad de este aire, que este no es hogar de nadie, que es también el vuestro. Haced de este suelo un lecho. Pasad. De huesos era la cal. De rotos huesos, polvo: cal. Las paredes nos desvertebraban la estructura. Las paredes nos retorcían el estómago, nos estiraban desalmadas los brazos, nos cortaban el pelo como cuchillas, nos rompían los tímpanos, nos hundían los párpados con sus dedos fríos. Resistid. Las paredes nos escupían las palabras a la cara. Las paredes se reían de nuestra suerte. Las paredes nos abrían las piernas, nos penetraban -primero suave, luego a buen ritmo, a tempo de éxtasis- nos cabalgaban, nos lamían las entrañas, nos estremecían, y al borde del placer, paraban. Y de nuevo, su voz suave invitándonos a no abandonar la casa. Quedaos, murmuraban, clavándonos las uñas. Y en los cristales, nuestro aliento entumecido miraba el frío desde este lado, donde ya no estaba la calle. Salíamos a pasear los festivos. Nos gustaba imaginar los esqueletos de todas las casas (las había feas, las había bonitas, simples, pintorescas: todas las pensábamos). Fantaseábamos con la distribución, la longitud del pasillo, la altura de los techos, la forma y el número puertas, con el tamaño del patio; calculábamos los metros cuadrados, la cantidad de luz que podría entrar y hasta qué hora, el calor que debería hacer en los meses de verano. A veces, íbamos más allá: les tomábamos el pulso y les insuflábamos vida. Salimos a pasear ese domingo. Primero fue entrar y luego resistir. Aguantad, muchachos. Fue atravesar el umbral primero, y luego, descubrir el color de las paredes. No os vayáis. Las paredes eran lisas y blancas, de cal. Cal de huesos. Huesos esclavos de un éxtasis fantasma. Rotos de aguardar, los huesos y el deseo. Solo un poco más. 



*Foto: C/ Alfaros 38, Córdoba
 




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