Las paredes nos hacían el amor sin llegar
nunca al orgasmo. Cuando estábamos a punto –del clímax, del derrumbe- la voz de
las paredes nos decía: resistid. Y aguantábamos, porque ya no sabíamos de otra
cosa que no fuera esa desazón; porque lo susurraban como terciopelo y no
sentíamos que esa era la textura del daño. Era la misma voz que nos guiaba la
vista a través de las ventanas que no eran nuestras al pasear, y nos invitaba a
entrar en todas las casas ajenas. Aquí
las casas están abiertas, respiran. Pasad. Va, pasad y tomad de este aire, que este
no es hogar de nadie, que es también el vuestro. Haced de este suelo un
lecho. Pasad. De huesos era la cal. De rotos huesos, polvo: cal. Las
paredes nos desvertebraban la estructura. Las paredes nos retorcían el
estómago, nos estiraban desalmadas los brazos, nos cortaban el pelo como
cuchillas, nos rompían los tímpanos, nos hundían los párpados con sus dedos
fríos. Resistid. Las paredes nos
escupían las palabras a la cara. Las paredes se reían de nuestra suerte. Las
paredes nos abrían las piernas, nos penetraban -primero suave, luego a buen ritmo, a tempo de éxtasis-
nos cabalgaban, nos lamían las entrañas, nos estremecían, y al borde del placer, paraban. Y de nuevo, su
voz suave invitándonos a no abandonar la casa. Quedaos, murmuraban, clavándonos las uñas. Y en los cristales,
nuestro aliento entumecido miraba el frío desde este lado, donde ya no
estaba la calle. Salíamos a pasear los festivos. Nos gustaba imaginar los
esqueletos de todas las casas (las había feas, las había bonitas, simples,
pintorescas: todas las pensábamos). Fantaseábamos con la distribución, la
longitud del pasillo, la altura de los techos, la forma y el número puertas,
con el tamaño del patio; calculábamos los metros cuadrados, la cantidad de luz
que podría entrar y hasta qué hora, el calor que debería hacer en los meses de
verano. A veces, íbamos más allá: les tomábamos el pulso y les insuflábamos vida. Salimos a pasear ese domingo. Primero fue entrar y luego resistir. Aguantad, muchachos. Fue
atravesar el umbral primero, y luego, descubrir el color de las paredes. No os vayáis. Las
paredes eran lisas y blancas, de cal. Cal de huesos. Huesos esclavos
de un éxtasis fantasma. Rotos de aguardar, los huesos y el deseo. Solo
un poco más.
*Foto: C/ Alfaros 38, Córdoba
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