29 febrero, 2016

La niña



La veo al final de la calle y parece perfecta. La camisa con cuello blanco intacto, su falda con tablas planchadas al milímetro, los calcetines del uniforme, verde botella, coronando los huesos de unas pequeñas pero ya bonitas rodillas, y su larga melena peinada con una raya al lado que parece trazada con regla. Tendrá unos seis años y se ve feliz. Con seis años, yo también lo era. ¿También lo era? Sí. Sonrío. Lo era. Pero nos hemos hecho mayores, y “qué tiempos, qué fácil era todo, y parece que el tiempo se escapa”. Y “nos hemos hecho mayores” (otra vez), sí. La niña no arrastra su mochila con ruedas como el resto de días. Hoy tira de ella su madre, y ella se encarga de llevar un trabajo de clase en sus manos, colocadas bocarriba. Sobre un cuadrado de 30x30 de conglomerado se erige un bosque de papel. Hay montañas de papel charol, un río hecho con papel de aluminio y de seda celeste, y decenas de árboles de no más de tres centímetros de altura. He logrado distinguir pinos y robles, pero juraría que había al menos otros seis tipos diferentes de especies, sin contar las flores, claro. También había un sol enorme que simulaba brillar entre las montañas. Me pregunto cuánto tiempo habrá invertido en dibujar cada pieza, en darles color y recortarlas; en distribuirlas cuidadosamente y pegarlas, con más cuidado aún, a la madera. ¿Una tarde, dos, tres? Al pasar por su lado, me entran ganas de darle un manotazo y tirar el mural al suelo. Y, si aún no se rompía, de darle una patada hasta que las piezas se separen de la superficie a la que estaban ancladas con pegamento y quedaran esparcidas por la acera. Porque por mucho que nos encontremos a una amiga de la infancia de mi madre y “eres muy guapa, aunque tu madre te gana” –dígame algo que no sepa, señora- y luego: “¿treinta años? si pareces aún niña, tienes una cara muy linda, de dulce y buena”, no, no soy tan buena. Ni dulce. O sí. No. Sonrío de forma natural al saludar a cualquier persona; me gusta, cada vez más, abrazar cuando se me antoja; y aunque me llegue a irritarme, soy incapaz de mantener un enfado más de diez minutos. Pero tengo mis púas y mis grietas, claro, y mis locuras, buenas y malas. Y hoy he querido romper el trabajo que una niña habría de presentar en clase ante su profesor y compañeros. He deseado que llorara y sufriera, mirarla a los ojos y decirle que “eh, no pasa nada”, y que no es el fin del mundo. Que le he hecho el favor de su vida hoy, haciéndola sufrir, porque quizás habrá aprendido mucho antes que el resto de sus amigos que la vida también va de manotazos que hacen saltar por los aires la ilusión. Que quizás me hubiera odiado para siempre, pero la pena le hubiera durado solo hasta la tarde, y ahí está, moraleja: todo pasa, y se sigue vivo. Muy bien, pequeña, ya sabes lo que es ser fuerte.
Luego, al instante, ha desaparecido la necesidad.
¿O querría yo haber sido esa niña?
Será que no soy tan mayor.
Será que sí.





No hay comentarios: