La veo al final de la calle y
parece perfecta. La camisa con cuello blanco intacto, su falda con tablas planchadas
al milímetro, los calcetines del uniforme, verde botella, coronando los huesos
de unas pequeñas pero ya bonitas rodillas, y su larga melena peinada con una
raya al lado que parece trazada con regla. Tendrá unos seis años y se ve feliz.
Con seis años, yo también lo era. ¿También lo era? Sí. Sonrío. Lo era. Pero nos
hemos hecho mayores, y “qué tiempos, qué fácil era todo, y parece que el tiempo
se escapa”. Y “nos hemos hecho mayores” (otra vez), sí. La niña no arrastra su
mochila con ruedas como el resto de días. Hoy tira de ella su madre, y ella se
encarga de llevar un trabajo de clase en sus manos, colocadas bocarriba. Sobre
un cuadrado de 30x30 de conglomerado se erige un bosque de papel. Hay montañas
de papel charol, un río hecho con papel de aluminio y de seda celeste, y
decenas de árboles de no más de tres centímetros de altura. He logrado
distinguir pinos y robles, pero juraría que había al menos otros seis tipos
diferentes de especies, sin contar las flores, claro. También había un sol
enorme que simulaba brillar entre las montañas. Me pregunto cuánto tiempo habrá
invertido en dibujar cada pieza, en darles color y recortarlas; en
distribuirlas cuidadosamente y pegarlas, con más cuidado aún, a la madera. ¿Una
tarde, dos, tres? Al pasar por su lado, me entran ganas de darle
un manotazo y tirar el mural al suelo. Y, si aún no se rompía, de darle una
patada hasta que las piezas se separen de la superficie a la que estaban
ancladas con pegamento y quedaran esparcidas por la acera. Porque por mucho que
nos encontremos a una amiga de la infancia de mi madre y “eres muy guapa,
aunque tu madre te gana” –dígame algo que no sepa, señora- y luego: “¿treinta
años? si pareces aún niña, tienes una cara muy linda, de dulce y buena”, no, no
soy tan buena. Ni dulce. O sí. No. Sonrío de forma natural al saludar a
cualquier persona; me gusta, cada vez más, abrazar cuando se me antoja; y aunque
me llegue a irritarme, soy incapaz de mantener un enfado más de diez minutos.
Pero tengo mis púas y mis grietas, claro, y mis locuras, buenas y malas. Y hoy
he querido romper el trabajo que una niña habría de presentar en clase ante su
profesor y compañeros. He deseado que llorara y sufriera, mirarla a los ojos y
decirle que “eh, no pasa nada”, y que no es el fin del mundo. Que le he hecho
el favor de su vida hoy, haciéndola sufrir, porque quizás habrá aprendido mucho
antes que el resto de sus amigos que la vida también va de manotazos que hacen
saltar por los aires la ilusión. Que quizás me hubiera odiado para siempre,
pero la pena le hubiera durado solo hasta la tarde, y ahí está, moraleja: todo
pasa, y se sigue vivo. Muy bien, pequeña, ya sabes lo que es ser fuerte.
Luego, al instante, ha
desaparecido la necesidad.
¿O querría yo haber sido esa
niña?
Será que no soy tan mayor.
Será que sí.
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