20 septiembre, 2011

La manzana y el gusano

Una noche de fuerte y frío viento, pidió un gusano refugio a una manzana, pues era tan pequeño que el ímpetu del aire a punto había estado de hacerlo volar en más de una ocasión. La manzana, bondadosa, dejó que se abriera una pequeña hendidura en su piel por la que el gusano penetró lentamete hasta sus entrañas. El gusano no podía estar más agradecido. Estaría allí hasta que pasara la tormenta que se estaba gestando, y luego seguiría con su camino. Había decidido emprender un viaje que lo llevaría hasta los confines de la Tierra, a recorrer los parajes sobre los que tanto había leído durante sus ocho meses de vida. Pensando en la inmensidad del Gran Cañón de Colorado estaba mientras cayó en un profundo sueño. ¡Se estaba tan a gusto dentro de la manzana! Al despertarse, un par de horas después, dentro de su cedido agujero, sintió uno propio dentro de sí. Hacía horas que no comía y su estómago se lo recordaba ahora con un sonido que no le resultaba nada agradable. Miró a su alrededor, pero todo cuanto podía ver era la manzana. Como no quería hacerle daño, echó una ojeada al exterior. Quizás el tiempo hubiera ya mejorado y pudiera salir de su refugio. Mas una intensa lluvia se desprendía aún contra el suelo, que cada vez más parecía un riachuelo. La sensación de vacío del gusano iba en aumento y estaba empezando a sentir cierto mareo. "Sólo una vez", pensó finalmente, y acercó su diminuta boca a la pulpa de la manzana. "¡Ay!", gritó ésta ante el mordisco del gusano. "Discúlpame, manzana, pero tenía tanta hambre... Y ahora mismo, cualquiera sale ahí afuera". La manzana, benévola, calló. Por saciado se daba ya el gusano cuando empezó de nuevo el martilleo del hambre. "Bueno, por otro poquito de manzana... Con lo hermosa que es, no creo ni que lo note". La mazana sintió entonces otro pinchazo. Y lo que en empezó siendo un leve pellizco se convirtió en otro, y otro, y luego otro; cada vez eran más frecuentes y más hirientes. Tanto, que se fue fraguando en su interior un dolor que crecía y crecía al tiempo que se consumía. Todo cuanto pudo hacer fue cerrar los ojos y pensar que aquellas punzadas sólo eran cosquillas. El gusano, según comía, engoradaba. Tanto comió el gusano, a quien algún pecado capital acabó conquistando, que ya ni podía moverse ni respirar debido a su volumen. Así es que un día -quizás fue su mejor final- se hizo su sueño infinito mientras visitaba la Pirámide de Keops. La manzana, de tan inmune que se había vuelto al dolor, tardó su tiempo en percibir el cese de la molestia en su interior. Aliviada, pero con un pesar que nunca la abandonaría, se maldijo por haber sido tan generosa con el gusano y juró que no volvería a prestarse a nadie, por mucho que pareciera que la necesitara. No le duró mucho la paz a la manzana. Con la inminente salida del Sol -apenas unas gotas ofrecían ya resistencia a desaparecer- los chicos salieron ansiosos a la calle. Entre juego y juego, buscaron merienda en los manzaneros. Rubio y con pecas, de no más de siete años y acaso un metro de altura era el que arrancó la manzana de la rama, dejando al descubierto su exocarpo. Al partirla, ni un segundo tardó en darla por desecho. En su interior, aparte de un gusano muerto, encontró una manzana podrida. Y es que antes de que la alcanzara la mano del muchacho, aún viva, ya estaba muerto su corazón.


1 comentario:

Ginako dijo...

¡qué preciosidad tan dulce...!